Objeciones

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No tenemos por qué ocuparnos en rechazar las objeciones que se hacen al comunismo autoritario: nosotros mismos levantamos acta de ellas. Harto han sufrido las naciones civilizadas en la lucha que había de concluir por la manumisión del individuo para poder renegar de su pasado y tolerar un gobierno que viniera a imponerse hasta en los menores detalles de la vida del ciudadano, aun cuando ese gobierno no tuviese otro objetivo que el bien de la comunidad. Si alguna vez llegase a constituirse una sociedad comunista autoritaria, no duraría, y bien pronto se vería obligada, por el descontento general, a disolverse o a reorganizarse sobre principios de libertad,

Vamos a ocuparnos de una sociedad comunista anarquista, de una sociedad que reconozca la libertad plena y completa del individuo, no admita ninguna autoridad y no emplee violencia alguna para forzar al hombre al trabajo.

Lo que hace esta ligereza tanto más sorprendente es que hasta en la economía política capitalista se encuentran ya algunos escritores conducidos por la fuerza de las cosas a poner en duda este axioma de los fundadores de su ciencia, axioma según el cual la amenaza del hambre sería el mejor estimulante del hombre para el trabajo o productivo. Comienzan a advertir que entra en la producción cierto elemento colectivo, harto descuidado hasta nuestros días, y que pudiera ser mucho más importante que la perspectiva de la ganancia personal. La calidad inferior de la labor asalariada, la espantosa pérdida de fuerza humana en los trabajos de la agricultura y de la industria modernas, el número siempre creciente de holgazanes que hoy procuran descargarse sobre los hombros de los demás, la falta de cierto atractivo en la producción, que se hace cada vez mas manifiesta, todo comienza a preocupar hasta a los economistas de la escuela clásica. Algunos de ellos se preguntan si no han errado el camino al razonar acerca de un ser imaginario, idealizado en feo, a quien se suponía guiado exclusivamente por el cebo de la ganancia o del salario. Esta herejía penetra hasta en las universidades, se aventura en los libros de ortodoxia economista. Lo cual no impide que un grandísimo número de reformadores socialistas continúen siendo partidarios de la remuneración individual y defender la vetusta ciudadela del asalariamiento, cuando sus defensores de antaño la entregan ya piedra por piedra al asaltante.

Así, pues, témese que, sin forzarla a ello, la masa no quiera trabajar.

Pero, ¿no hemos oído ya en nuestra vida expresar esas mismas aprensiones por los esclavistas de los Estados Unidos antes de la manumisión de los negros, y por los señores rusos antes de la manumisión de los siervos? Sin el látigo no trabajará el negro, decían los esclavistas. Lejos de la vigilancia del amo, el siervo dejará incultos los campos, decían los boyardos rusos. Cantinela de los señores franceses de 1789, cantinela de la Edad Media, cantinela tan vieja como el mundo, la oímos siempre que se trata de reparar una injusticia en la humanidad.

Y la realidad viene a darle todas las veces un solemne mentís. El campesino redimido en 1792 labraba con una energía feroz, desconocida por sus antepasados; el negro liberto trabaja más que sus padres, y el labriego ruso, después de haber honrado la luna de miel de la manumisión festejando los viernes como los domingos, ha vuelto con tanto más afán cuanto más completa ha sido su, libertad. Allí donde no le falta tierra, labra con encarnizamiento, así como suena.

El estribillo esclavista puede ser válido para los propietarios de esclavos. En cuanto a los esclavos mismos, saben lo que vale y conocen sus motivos.

Por otra parte, ¿quién sino los economistas nos enseñan que si el asalariado cumple de cualquier modo su tarea, en cambio el trabajo intenso y productivo solo es obra del hombre que acrece su bienestar en proporción de sus esfuerzos? Todos los cánticos entonados en loor de la propiedad se reducen precisamente a este axioma.

Porque -cosa notable- cuando queriendo celebrar los beneficios de la propiedad, los economistas nos muestran cómo una tierra inculta, un pantano o un pedregal se cubren de ricas mieses con el sudor del campesino propietario, no prueban de ningún modo su tesis en favor de la propiedad. Al admitir que la única garantía para no ser despojado de los frutos de su trabajo es el poseer el instrumento para trabajar -lo cual es cierto-, sólo prueban que el hombre no produce realmente sino cuando trabaja con cierta libertad, cuando sus ocupaciones son en' cierto modo : electivas, cuando no tiene vigilante que le moleste, y por último, cuando ve que su trabajo le aprovecha como a otros que hacen lo mismo que él, y no a un holgazán cualquiera. Eso es todo lo que puede deducirse de su argumentación, y es lo que también afirmamos nosotros.

En cuanto a la forma de posesión del instrumento de trabajo, eso no interviene más que indirectamente en su demostración para asegurar al cultivador que nadie le arrebatará el beneficio de sus productos ni de sus mejoras. Y para apoyar su tesis en favor de la propiedad contra cualquiera otra forma de posesión, ¿no debieran mostrarnos los economistas que la tierra no produce nunca tan ricas mieses bajo la forma de posesión comunista como cuando la posesión es personal? Pues bien, no es así; adviértese lo contrario.

Tomad como ejemplo un municipio del cantón de Vaud, en la época en que todos los hombres del pueblo van en invierno a cortar leña en el bosque que pertenece a todos. Precisamente durante esas fiestas del trabajo es cuando se muestra más ardor en la faena y más considerable despliegue de fuerza humana. Ninguna labor asalariada, ningún esfuerzo de propietario podrían soportar la comparación.

O tomad el de una aldea rusa, todos los habitantes de la cual van a dallar un prado perteneciente al municipio o arrendado por él, y allí comprenderéis lo que el hombre puede producir cuando trabaja en común para una obra común. Los compañeros rivalizan entre sí a ver quién traza con la guadaña el círculo más ancho; las mujeres se apresuran en su seguimiento para no dejarse adelantar más cada vez por la hierba dallada. Es otra fiesta del trabajo, durante el que cien personas juntas hacen en pocas horas lo que por separado hubiera exigido algunos días de trabajo. ¡Qué triste contraste forma a su lado el trabajo del propietario individual!

Por último, se podrían citar millares de ejemplos entre los roturadores de América, en las aldeas de Suiza, Alemania, Rusia y cierta parre de Francia; los trabajo os hechos por las cuadrillas (arteles) de albañiles, carpinteros, barqueros, pescadores, etcétera, que emprenden una tarea para repartirse directamente los productos o hasta la remuneración, sin pasar por el intermediario de los contratistas.

El bienestar, es decir, la satisfacción de las necesidades físicas, artísticas y morales, así como la seguridad de esa satisfacción, han sido siempre el más poderoso estímulo para el trabajo. Y mientras el mercenario apenas logra producir lo estrictamente necesario, el trabajador libre, que ve aumentar para él y para los demás el bienestar y el lujo en proporción de sus esfuerzos, despliega infinitamente más energía e inteligencia y obtiene productos de primer orden mucho más abundantes. El uno se ve clavado a la miseria, y el otro puede esperar en lo venidero la holgura y sus goces.

2

Todo el que hoy se pueda descargar en otros la labor indispensable para la existencia se apresura a hacerlo, y es cosa admitida que siempre sucederá así.

Pues bien; el trabajo indispensable para la existencia es esencialmente manual. Por más artistas y sabios que seamos, ninguno de nosotros puede pasarse sin los productos obtenidos por el trabajo de los brazos: pan, vestidos, caminos, barcos, luz, calor, etcétera. Aún más: por elevadamente artísticos o sutilmente metafísicos que sean nuestros goces, no hay ni uno que no se funde en el trabajo manual. Y precisamente de esa labor -fundamento de la vida- es de lo que cada cual trata de descargarse.

Lo comprendemos perfectamente; así debe ser hoy. Porque hacer un trabajo manual significa en la actualidad encerrarse diez e doce horas dianas en un taller malsano y permanecer diez, treinta años, toda la vida, amarrado a la misma faena. Eso significa condenarse a un salario mezquino, estar entregado a la incertidumbre del mañana, al paro forzoso, muy a menudo a la miseria, y con más frecuencia aún a la muerte en un hospital, después de haber trabajado cuarenta años en alimentar, vestir, recrear e instruir a otros que no son uno mismo ni sus propios hijos.

Eso significa llevar toda la vida a los ojos de los demás el sello de la inferioridad y tener uno mismo conciencia de esa inferioridad. Porque digan lo que quieran los buenos señores, el trabajador manual se ve considerado siempre como inferior al trabajador del pensamiento, y el que ha trabajado diez horas en el taller no tiene tiempo, ni menos medios, para proporcionarse los altos goces de la ciencia y del arte, ni sobre todo para prepararse a apreciarlos; tiene que contentarse con las migajas que caen de la mesa de los privilegiados.

En efecto, ¿qué interés puede tener ese trabajo embrutecedor para el obrero que de antemano conoce su suerte, que desde la cuna al sepulcro vivirá en la medianía, en la pobreza, en la inseguridad del mañana? Por eso, cuando se ve a la inmensa mayoría de los hombres reanudar cada mañana la triste tarea, nos sorprende su perseverancia, su adhesión al trabajo, la costumbre que les permite, como a una máquina que obedece a ciegas el impulso dado, llevar esa vida de miseria sin esperanza del mañana, hasta sin entrever con vaga claridad que algún día ellos, o por lo menos sus hijos, formarán parte de esa humanidad, rica por fin con todos los tesoros de la libre naturaleza, Con todos los goces del saber y de la creación científica y artística reservados hoy para algunos privilegiados.

Ya es tiempo de someter a un serio análisis esa leyenda de trabajo superior que se pretende obtener con el látigo del salario.

Basta visitar, no la manufactura y la fábrica modelos que se encuentran acá y allá como excepciones, sino los talleres como son casi todos, para concebir el inmenso despilfarro de fuerza humana que caracteriza a la industria actual. Para una fábrica organizada más o menos; racionalmente, hay cien o más que derrochan el trabaja del hombre, esa fuerza preciosa, sin otro motivo más serio que el proporcionar tal vez dos perras diarias más al patrono.

Aquí veis mozos de veinte a veinticinco años todo el día en un banco, hundido el pecho, moviendo febrilmente la cabeza y el cuerpo para anudar con una velocidad de prestidigitadores los dos cabos de un mal hilacho de algodón.

¿Qué descendencia dejarán en la tierra esos cuerpos temblorosos y raquíticos? Pero... ¡ocupan tan poco espacio en la fábrica, y me producen cada uno media peseta diaria!, dirá el patrono.

Allí veis en una inmensa fábrica de Londres muchachas calvas a los diecisiete años, a fuerza de llevar en la cabeza de una sala a otra bandejas de cerillas, cuando la máquina más sencilla podría acarrearlas hasta sus mesas. Pero... ¡cuesta tan poco el trabajo de las mujeres que no tienen oficio especial! ¿Para qué una máquina? Cuando éstas no puedan más, ¡se las reemplazará tan fácilmente! ¡Hay tantas en la calle!

A la puerta de una casa rica, en una noche helada;- encontraréis un niño dormido, descalzo, con su fajo de periódicos entre los brazos. El trabajo infantil cuesta tan poco, que se le puede emplear cada tarde en vender por valor de una peseta de periódicos, con lo cual ganará el pobrecillo dos o tres perras chicas. Ved, en fin, un hombre robusto que se pasea con los brazos colgando; está en paro forzoso durante meses enteros, mientras que su hija se agosta entre los vapores recalentados del taller de aprestar tejidos, y mientras que su hijo llena a mano tarros de betún o aguarda horas enteras en la esquina de la cale a que un transeúnte le haga ganar un real.

Si habláis con el director de una fábrica bien organizada, os explicará candorosamente que es difícil encontrar hoy un obrero hábil, vigoroso, enérgico, con arranque para el trabajo. Si se presenta alguno, entre los veinte o treinta que vienen cada lunes a pedir trabajo, está seguro de ser recibido, aun cuando estuviésemos resueltos a disminuir el número de brazos. Se le reconoce a primera vista y se le acepta siempre, con el propósito de despedir el día siguiente un operario viejo o menos activo. Y ése a quien se acaba de despedir, todos los que lo serán mañana, van a reforzar ese inmenso ejército de reserva del capital -los obreros sin trabajo- que no se llama sino en los momentos de prisas o para vencer la resistencia de los huelguistas. Ese desecho de las mejores fábricas, ese trabajador mediano, va a unirse con el también formidable ejército de los obreros viejos o poco hábiles que circula de continuo en las fábricas secundarias, las que apenas cubren gastos y salen del paso con timos y añagazas puestas al comprador, y sobre todo al consumidor de los países remotos.

Y si habláis con el mismo trabajador, sabréis que la regla general de los talleres es que el obrero no haga nunca todo lo que es capaz de hacer. ¡Desgraciado del que al entrar en una fábrica inglesa no siguiese este consejo que le dan sus compañeros! Porque los trabajadores saben que si en un momento de generosidad ceden a las instancias de un patrono y consienten en hacer intensivo el trabajo para concluir encargos apremiantes, ese trabajo nervioso se erigirá en lo sucesivo como regla en la escala de los salarios. Por eso, en nueve fábricas de cada diez, prefieren no producir nunca tanto como podrían. En ciertas industrias se limita la producción, con el fin de mantener altos los precios, y a veces corre la orden de Cocanny, que significa: ¡A mala paga, mal trabajo

3

Los que han estudiado en serio la cuestión, no niegan ninguna de las ventajas del comunismo -por supuesto, a condición de que sea perfectamente libre, es decir, anarquista-. Reconocen que el trabajador pagado en dinero, aunque se disfrace con el nombre de bonos en las asociaciones obreras gobernadas por el Estado, guardaría el sello del asalariamiento y conservaría todos sus inconvenientes. Comprenden que no tardaría en sufrir por esa causa el sistema entero, aun cuando la sociedad entrase en posesión de los instrumentos para producir. Admiten que, gracias a la educación integral dada a todos los niños, a los hábitos laboriosos de las sociedades civilizadas, con la libertad de elegir y variar las ocupaciones y el atractivo del trabajo hecho por iguales para bienestar de todos, en una sociedad comunista no iban a faltar productores que bien pronto triplicarían y decuplicarían la fecundidad del suelo y darían nuevo impulso a la industria. Pero el peligro -dicen nuestros contradictores- vendrá de esa minoría de perezosos que no querrán trabajar, a pesar de las excelentes condiciones que harán agradable el trabajo, o que no pondrán en ello regularidad y constancia. Hoy, la perspectiva del hambre obliga a los más refractarios a marchar al paso de los otros. Pues bien; la remuneración según el trabajo hecho, ¿no es el único sistema que permite ejercer esa fuerza, sin menoscabar los sentimientos del trabajador? Porque cualquier otro medio implicaría la continua intervención de una autoridad, que bien pronto repugnaría al hombre libre.

Esta objeción entra en la categoría de los razonamientos con los cuales se trata de justificar el Estado, la ley penal, el juez y el carcelero. Puesto que -dicen los autoritarios- hay gentes -una escasa minoría- que no se someten a las costumbres sociales, preciso es mantener el Estado, por costoso que sea, y la autoridad, el tribunal y la cárcel, aun cuando estas mismas instituciones sean una fuente de nuevos males de todas clases.

También pudiéramos limitarnos a responder lo que tantas veces hemos repetido a propósito de la autoridad en general: Para evitar un mal posible, recurrís a un medio que es un mal más grande y que se convierte en origen de esos mismos abusos que deseáis remediar. Porque no olvidéis que el asalariamiento -la imposibilidad de vivir de otro modo que vendiendo su fuerza de trabajo- es el que ha creado el sistema capitalista actual, cuyos vicios comenzáis a reconocer.

También pudiéramos hacer notar que este razonamiento es un simple alegato para defender lo que existe. El asalariamiento actual no se ha instituido para remediar los inconvenientes del comunismo. Es otro su origen, como el del Estado y el de la propiedad. Nació de la esclavitud y de la servidumbre impuestas por la fuerza, y no es más que una modificación modernizada de ellas. Por eso tal argumento no tiene más valor que aquellos con los cuales se trata de justificar la propiedad y el Estado.

¿No es evidente que si una sociedad fundada en el principio del trabajo libre se viese realmente amenazada por los holgazanes, podría ponerse en guardia contra ellos sin crear una organización autoritaria o recurrir al asalariamiento?

Supongamos un grupo de cierto número de voluntarios que se unan en una empresa cualquiera, para cuyo buen resultado rivalicen todos en celo, salvo uno de los socios que falte con frecuencia a su puesto. ¿Se deberá por causa de él disolver el grupo, nombrar un presidente que imponga multas o distribuir, como en la academia, fichas de asistencia? Es evidente que no se hará ni lo uno ni lo otro, sino que un día se le dirá al camarada que amenaza echar a perder la empresa: Amigo, nos gustaría que trabajases con nosotros; pero como a menudo faltas de tu puesto o descuidas tu tarea, debemos separarnos. ¡Vete en busca de otros compañeros que se conformen con tu holgazanería!

Preténdese, por lo general, que el patrono omnisciente y sus vigilantes mantienen la regularidad y la calidad del trabajo en la fábrica. En realidad, en una empresa, por poco complicada que sea, cuya mercancía pase por muchas manos antes de terminarse, la misma fábrica, el conjunto de los trabajadores, es quien vela por las buenas condiciones del trabajo. Por eso las mejores fábricas inglesas de la industria privada tienen tan pocos contramaestres, muchos menos, por término medio, que las fábricas francesas, e incomparablemente menos que las fábricas inglesas del Estado.

Cuando una compañía de ferrocarriles, federada con otras compañías, falta a sus compromisos, retrasa sus trenes y deja detenidas las mercancías en sus estaciones, las otras compañías amenazan con rescindir los contratos, y eso suele bastar.

Se cree generalmente, o por lo menos se enseña, que el comercio no es fiel a sus compromisos sino bajo la amenaza de los tribunales; no hay nada de eso. De diez veces nueve, el comerciante que haya faltado a su palabra no comparecerá ante un juez. Donde el comercio es muy activo, como en Londres, el hecho de que un deudor haya obligado a litigar, basta a la mayoría de los comerciantes para abstenerse en lo sucesivo de tener negocios con quien les haya hecho recurrir al abogado.

Una asociación, por ejemplo, que estipulase con cada uno de sus miembros el contrato siguiente, no tendría holgazanes:

Estamos dispuestos a garantizarte el goce de nuestras casas, de nuestros almacenes, calles, medios de transporte, escuelas, museos, etcétera, a condición de que de veinticinco a cuarenta y cinco o cincuenta años de edad consagres cuatro o cinco horas diarias a uno de los trabajos que se reconocen como necesarios para vivir. Elige tú mismo cuando quieras los grupos de que has de formar parte o constituye uno nuevo, con tal de que se encargues de producir lo necesario. Y durante el resto de tu tiempo, reúnete con quien te plazca con la mira de cualquier recreo de arte, de ciencia a tu gusto.

Mil doscientas o mil quinientas horas de trabajo al año en uno de los grupos que producen el alimento, el vestido y el alojamiento, o se emplean en la salubridad pública, los transportes, etcétera, es todo lo que te pedimos para garantizarte cuanto produzcan o han producido esos grupos. Pero si ninguno de los millares de grupos de nuestra federación quiere recibirte, cualquiera que sea el motivo, si eres absolutamente incapaz de producir nada útil o te niegas a hacerlo, ¿vive como un aislado o como los enfermos! Si somos bastante ricos para no negarte lo necesario, con mucho gusto te lo daremos: eres hombre y tienes derecho a vivir. Puesto que quieres colocarte en condiciones especiales y salir de las filas, es más que probable que en tus relaciones cotidianas con los otros ciudadanos te resientas de ello. Te mirarán como un superviviente de la sociedad burguesa, a menos que tus amigos, considerándote como un genio, se apresuren a librarte de toda obligación moral para con la sociedad, haciendo por ti el trabajo necesario para la vida.

Y en fin, si eso no te agrada, vete por el mundo en busca de otras condiciones. O bien, encuentra partidarios y constituye con ellos otros grupos que se organicen con nuevos principios. Nosotros preferimos los nuestros.

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Dícese muy a menudo entre los trabajadores, que los burgueses son unos holgazanes. En efecto, hay bastantes, pero son la excepción. Por el contrario, en cada empresa industria. hay la seguridad de encontrar uno o varios burgueses que trabajan mucho. Verdad es que la mayoría de ellos aprovechan su situación privilegiada para adjudicarse los trabajos menos penosos, y que trabajan en condiciones higiénicas de alimento, aire, etcétera, que les permiten desempeñar su tarea sin un exceso de fatiga. Precisamente, ésas son las condiciones que pedimos para todos los trabajadores sin excepción. Preciso es decir también que, merced a su posición privilegiada, los ricos hacen a menudo un trabajo absolutamente inútil o hasta nocivo para la sociedad. Emperadores, ministros, jefes de oficinas, directores de fábricas, comerciantes, banqueros, etcétera, se obligan a ejecutar durante algunas horas diarias un trabajo que encuentran más o menos aburrido, pues todos prefieren sus horas de holganza a esa tarea obligatoria. Y si en el 90 por 100 de los cases esa tarea es funesta, no la encuentran por eso menos fatigosa. Pero precisamente porque los burgueses emplean la mayor energía en hacer el mal (a sabiendas o no) y en defender su posición privilegiada, por eso han vencido a la nobleza señorial y continúan dominando a la masa del pueblo. Si fuesen holgazanes hace mucho tiempo que ya no existirían, y hubieran desaparecido como los aristócratas de sangre.

En una sociedad que sólo les exigiese cuatro o cinco horas diarias: de trabajo útil, agradable e higiénico, desempeñarían perfectamente su tarea y no aguantarían, sin reformarlas, las horribles condiciones en las cuales mantienen hoy el trabajo. Si un Pasteur pasara cinco horas nada más en las alcantarillas, bien pronto encontraría el medio de hacerlas tan saludables como su laboratorio bacteriológico.

En cuanto a la holgazanería de la mayor parte de los trabajadores, los economistas y los filántropos son los únicos que hablan de eso. Hablad de ello a un industrial inteligente, y os dirá que si a los trabajadores se les pusiera en la cabeza vaguear, no habría más remedio que cerrar todas las fábricas, pues ninguna medida de severidad y ningún sistema de espionaje podría impedirlo. Había que ver en el invierno último el terror provocado entre los industriales ingleses, cuando algunos agitadores se pusieron a predicar la teoría del co-canny, a mala paga, mal trabajo; hacer que hacemos, no echar el bofe y malgastar todo lo que se pueda. ¡Desmoralizan al trabajador, quieren matar la industria!, gritaban los mismos que antes tronaban contra la inmoralidad del obrero y la mala calidad de sus productos. Pero si el trabajador fuese, como lo representan los economistas, el perezoso a quien de continuo hay que amenazar con despedirle del taller, ¿qué significaría la palabra desmoralización?

Así, cuando se habla de holgazanería posible, hay que comprender que se trata de una ínfima minoría en la sociedad. Y antes de legislar contra esa minoría, ¿no es urgente conocer su origen?

Quien observe con inteligencia; sabe muy bien que el niño reputado como perezoso en la escuela es a menudo aquel que comprende mal lo que le enseñan mal. Mucho más frecuentemente aún, su caso proviene de anemia cerebral, consecutiva a la pobreza y a una educación antihigiénica.

Alguien ha dicho que el polvo es la materia que no está en su sitio. La misma definición se aplica a las nueve décimas de los llamados perezosos. Son personas extraviadas en una senda que no responde a su temperamento ni a su capacidad. Leyendo las biografías de los grandes hombres, choca el número de perezosos que hay entre ellos. Perezosos mientras no encontraron su verdadero camino, y laboriosos tenaces más tarde. Darwin, Stephenson y tantos otros figuraban entre esos perezosos.

Harto a menudo, el perezoso no es más que un hombre a quien repugna hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler o la centésima parte de un reloj, cuando se encuentra con una exuberancia de energía que quisiera gastar en otra cosa. También con frecuencia es un rebelde que se subleva contra la idea de estar toda su vida amarrado a ese banco, trabajando para proporcionar mil goces al patrono, sabiendo que es mucho menos estúpido que él, y sin otra razón que haber nacido en un cuchitril, en vez de haber venido al mundo en un palacio.

En fin, buen número de perezosos no conocen el oficio en que se ven obligados a ganarse la vida. Viendo la obra imperfecta que sale de sus manos, esforzándose vanamente en hacerla mejor y comprendiendo que nunca lo conseguirán a causa de los males hábitos de trabajo ya adquiridos, toman odio a su oficio y hasta al trabajo en general, por no saber otro. Millares de obreros y de artistas abortados se hallan en este caso.

Bajo una sola denominación, la pereza, se han agrupado toda una serie de resultados debidos a causas distintas, cada una de las cuales pudiera convertirse en un manantial de bienes en vez de ser un mal para la sociedad. Aquí, como en la criminalidad, como en todas las cuestiones concernientes a las facultades humanas, se han reunido hechos que nada tienen de común entre sí. Se dice pereza o crimen, sin tomarse siquiera el trabajo de analizar sus causas. Apresúrase a castigarlos, sin preguntarse siquiera si el castigo no contiene una prima a la pereza o al crimen.

He aquí por qué una sociedad libre, si viera aumentar en su seno el número de holgazanes, pensaría sin duda en investigar las causas de su pereza para tratar de suprimirlas antes de recurrir a los castigos. Cuando se trata, según ya hemos dicho, de un simple caso de anemia, antes de anemia de ciencia el cerebro del niño, dadle ante todo sangre; fortalecedle para que no pierda el tiempo, llevadle al campo o a orillas del mar. Allí, enseñadle al aire libre, y no en los libros, la geometría, midiendo con él las distancias hasta los peñascos próximos; aprenderá las ciencias naturales cogiendo flores y pescando en el mar; la física, fabricando el bote en que irá de pesca. Pero, por favor, no llenéis su cerebro de frases y de lenguas muertas. ¡No hagáis de él un perezoso!

¿No veis que con vuestros métodos de enseñanza, elaborados por un ministerio para ocho millones de escolares, que representan ocho millones de capacidades diferentes, no hacéis más que imponer un sistema bueno para medianías, imaginado por un promedio de medianías? Vuestra escuela se convierte en una universidad de pereza, como vuestra prisión es una universidad del crimen. Liberad la escuela, abolid vuestros grados universitarios, llamad a los voluntarios de la enseñanza, comenzad así en vez de dictar leyes contra la pereza que no harán sino reglamentarla.

Dad al obrero que debe ceñirse a fabricar una minúscula parte de un artículo cualquiera, que se ahoga junto a una máquina de taladrar, que concluye por aborrecer dadle la probabilidad de cultivar la tierra, derribar árboles en el bosque, correr en el mar contra la tormenta, surcar el espacio en una locomotora. Pero no hagáis de él un perezoso, obligándole toda la vida a vigilar una maquinilla de punzonar la cabeza de un tornillo o agujerear el ojo de una aguja.

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