-- ¿Qué hacemos ahora?--se preguntan los trabajadores con cierta inquietud.
Acaban de tomar la ciudad a sangre y fuego. No quedan en ella ni un burgués, ni un sacerdote, ni un representante de la Autoridad, pues quien no pende de un poste telegráfico, yace en tierra, mostrando al sol sus gordas carnes muertas, porque estos audaces trabajadores comprenden que, si se deja escapar uno solo de estos parásitos, no tardará en regresar a la cabeza de una nube de mercenarios para darles, en Ia sombra, un golpe por Ia espalda.
--¿Que hacemos ahora?--y ]a pregunta angustiosa es repetida por mil y mil labios convulsos, porque estos hombres, que no temen la metralla y saludan con entusiasmo el rugido del cañón enemigo que les envía la muerte en cada bala, se sienten tímidos en presencia de Ia Vida, que se les ofrece espléndida, bella, buena, dulce.
Los hombres se rascan Ia cabeza entre pensativos y huraños; las mujeres muerden la punta del rebozo; los chamacos, libres en su inocencia de Ias preocupaciones de los grandes, aprovéchandose de la ausencia del gendarme ido para siempre, e invaden fruterías, y por primera vez en su vida satisfacen, hasta el hartazgo, sus pueriles apetitos.
Ante aquel espectáculo, la multitud se agita: son los niños quienes, en su candor están enseñando a los grandes Io que se debe hacer. Más natural el niño, para obrar, como que su inteligencia no está corrompida por las preocupaciones ni los prejuicios que encadenan Ia mente de los grandes, hacen lo que es justo hacer: tomar de donde hay. La multitud se mueve, y en sus vaivenes remeda un mar de sombreros de petate. El sol, nuestro padre, al besar los andrajos de Ia plebe dignificada, deja, generoso, en ellos, parte de su luz, de su oro, de su belleza, y aquellos trapos son banderas alegres de victoria.
En medio de aquel mar surge un hombre que parece el más viril de un barco en marcha hacia la Vida. Es Gumersindo, el campesino austero a quien se le acaba de ver en los lugares de mayor peligro con su guadaña en alto, segadora de cabezas de malvados, y símbolo, a Ia vez, del trabajo fecundo y noble. Gumersindo se tercia el sarape; Ia multitud calla; se puede oir Ia respiracion de nu nino. Gumersindo, emocionado, dijo:
--Los niños nos dan el ejemplo. Imitémosles. Lo indispensable es comer; que sea esa nuestra primera tarea. Tomemos de las tiendas y bodegas lo que necesitemos hasta saciar nuestro apetito. Compañeros: a comer por vez primera a nuestro gusto.
En un abrir y cerrar de ojos ]a multitud invade tiendas y bodegas, tomando cada quien lo que necesita; en otras secciones de la ciudad ocurre lo mismo, y por primera vez en Ia historia de Ia población no hay un solo sér humano que no satisfaga las necesidades del estómago. Una gran alegría reina en toda Ia ciudad. Las casas están vacías: todo mundo está en la calle; bandas de música improvisadas recorren las calles ejecutando aires alegres; todos se saludan y se llaman hermanos, aunque pocas horas antes ni se conocían; se baila, en plena calle, se canta, se ríe. se grita, se chancea fraternalmente; se retoza a Ios cuatro vientos: ¡se acabaron los tiránicos reglamentos de policía!
La noche llega; nadie piensa en dormir; Ia fiesta de Ia Libertad continua, más alegre si cabe. Desorganizado el servicio municipal por Ia desaparición del principio de Autoridad, hombres y mujeres de buena voluntad atienden el servicio del alumbrado público; desembarazan de cuerpos muertos las calles, y todo se hace alegremente, sin necesidad de órdenes superiores ni de reglamentos cuartelarios. Ya despunta el nuevo día, y Ia fiesta, Ia gran fiesta de Ia Libertad, no ofrece indicios de que va a terminar, ¿y para qué? La muerte de siglos de opresión merece ser celebrada, no con unas cuantas horas de expansión, ni con un día, hasta que el cuerpo, rendido del exceso de placer, reclame el reposo.
Mientras Ia población entera está entregada a los placeres, placeres que jamás había soñado los compañeros del grupo "Los Iguales," compuesto de hombres y de mujeres, trabaja día y noche.
Apenas duermen los nobles constructores del nuevo orden social. Sucios, barbados, abotagados por el continuo velar, véseles, sin embargo, activos, entusiastas, valientes. Sobre sus hombros descansa Ia gigantesca tarea de construir sobre Ios escombros de un pasado de esclavitud y de infamia. Aprovechan Ia sala de cabildos del extinto Ayuntamiento para celebrar sus sesiones. Ramón, el peón ferroviario, habla con entusiasmo. Casi no ha dormido durante cinco días, desde Ia toma de Ia ciudad por las fuerzas proletarias. Está radiante; su cuadrado rostro bronceado, en el que se leen Ia franqueza, Ia resolución, Ia audacia, Ia sinceridad, resplandece como si detrás de Ia obscura piel ardiera un sol. Suda; sus ojos briIlan intensamente, y entre otras cosas dice:
-Por fin se divierte el pueblo; por fin se desquita de miles de años de dolor; por fin conoce los placeres de Ia vida! Gocemos con su dicha, como el padre se recrea viendo jugar a sus hijos. Que gocen nuestros hermanos, hasta que los rinda el placer. Entretanto nosotros laboremos: concluyamos los planes de reconstrucción social.