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Manuel González Prada: el hombre y el revolucionario frente a la muerte

Joël DELHOM
Université de Bretagne-Sud (Francia)



Publicado en:
Imagen de la muerte. Primer Congreso Latinoamericano de Ciencias Sociales y Humanidades, Nanda Leonardini, David Rodríguez, Virgilio Freddy Cabanillas (compil.), Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 2004, p. 263-274.




Las circunstancias de la vida de Manuel González Prada le movieron a escribir sobre la cuestión de la muerte cuando también se comprometía en el debate político-literario nacional. Esta coincidencia parece haber determinado una doble orientación en su pensamiento: la íntima y la pública, dramática la primera y alentadora la segunda. Ambas se encuentran mezcladas y ofrecen una imagen algo turbia de la muerte en su obra, dificultando la percepción de su coherencia.
El “sentimiento trágico de la vida” encuentra su primera expresión ensayística en un breve discurso pronunciado en 1888 en el entierro de Luis Márquez, un amigo del autor. Inmediatamente, el texto tiende a apartarse de la tradición romántica, que dramatiza la muerte del ser querido expresando el dolor con emotividad exacerbada. G. Prada muestra una voluntad de no compadecerse y asume una actitud egocéntrica al considerar que la muerte ajena remite a la ineludible muerte propia. Incluso la presenta como una liberación:
“No vengo a derramar públicas lágrimas por el hombre libertado ya del horror de pensar y del oprobio de vivir [...], doy el último adiós al poeta, nada más. [...] Al acompañar hasta la última morada los restos de un hombre idolatrado, pensamos enterrar a otro, y nos enterramos a nosotros mismos.”
Según él, la vida no es sino un largo sufrimiento al que nos agarramos desesperadamente antes de sucumbir. La razón no permite apaciguar las angustias, quedándose las preguntas en medio de las dudas. En un mundo incomprensible, sin un Dios que recompense al bueno y castigue al malo, el hombre tiene que aceptar el orden natural y aprender a resignarse:
“Pasaron siglos de siglos, pasarán nuevos siglos de siglos, y los hombres quedaremos siempre mudos y aterrados ante el secreto inviolable de la cuna y del sepulcro. ¡Filosofías! ¡Religiones! ¡Sondas arrojadas a profundizar lo insondable! ¡Torres de Babel levantadas para ascender a lo inaccesible! Al hombre, a este puñado de polvo que la casualidad reúne y la casualidad dispersa, no le quedan más que dos verdades: la pesadilla amarga de la existencia y el hecho brutal de la muerte.”
De forma gráfica, en un plano vertical, el autor figura el movimiento alternativo del sol a las tinieblas, de la esperanza al decaimiento, de la rebelión a la sumisión, pero resalta su profundo pesimismo, cristalizado en la palabra “desaliento”. Hasta las proclamaciones de agnosticismo se tiñen del color rojizo del infierno gótico, con la evocación de “estas bocas de fieras hambrientas que amenazan devorarnos”. El fúnebre discurso, sin embargo, entraña una vislumbre de esperanza casi imperceptible. G. Prada invierte los términos de una cita del poeta Leconte de Lisle: “el horror de pensar y el oprobio de vivir” dice el peruano (véase supra), cuando el francés escribió “el oprobio de pensar y el horror de ser un hombre”. El horror paraliza o provoca la huida, mientras el oprobio se aguanta o se redime con el esfuerzo propio. Esa inversión sugiere que en el vivir se puede alcanzar cierta dignidad, si bien el pensar resulta desesperante. Como si la salvación radicara en la acción, no en la idea, lo cual es paradójico en un puro intelectual y nos permite entender por qué G. Prada fue un escritor comprometido.
“La muerte y la vida”, un ensayo filosófico más extenso escrito en 1890, sigue la misma pauta, aunque presenta nuevos tópicos característicos de la poesía de los siglos XV y XVI. Desde la primera frase, que alude a una Danza de la Muerte, se introduce la imagen de la putrefacción: “Pobres o ricos, ignorantes o sabios, nacidos en chozas o palacios, al fin tenemos por abrigo la mortaja, por lecho la tierra, por Sol la oscuridad, por únicos amigos los gusanos y la podre.” Como en el discurso anterior, G. Prada rechaza categóricamente los intentos literarios y filosóficos de idealizar la muerte para hacerla más aceptable. En particular, se opone a la asociación de Eros y Thanatos, frecuente a partir del siglo XVI en la cultura occidental. Aunque, en su época, ya constituye una sublimación del erotismo macabro anterior, es probable que el escritor considere perversa aquella mórbida fascinación:
“No pasa de ilusión poética o recurso teológico, el encarecer la belleza y majestad del cadáver. ¿Quién concibe a Romeo encontrando a Julieta más hermosa de muerta que de viva? Un cadáver infunde alejamiento, repugnancia; estatua sin la pureza del mármol, con todos los horrores y miserias de la carne.”
La sociedad que teme la muerte se resiste a representarla de forma realista, abriendo paso a idealizaciones fantasmales que son el resultado del encubrimiento. Fiel a su materialismo positivista, el ensayista destapa el ataúd y desvela el proceso natural de descomposición, con el objetivo de hacer brotar lo inhibido y así desechar el terror. No ignora que la lenta corrupción del cuerpo es uno de los principales factores de pavor, pero entiende que la ocultación genera peores males. Por consiguiente, inflige a su lector la representación de la realidad más áspera para que aprenda a dominar su repugnancia natural y domestique la muerte. Además, considerando que el proselitismo religioso utiliza el terror para difundir ilusorias esperanzas de resurrección y vida eterna, G. Prada propone la generalización de la cremación. Esta forma de desacralizar los cuerpos y de acelerar su desaparición se contrapone a la devoción a las sepulturas que se desarrolló en el periodo barroco. Nótese que el autor se aparta aquí de los positivistas europeos, que aprovecharon la dimensión patriótica del culto a los difuntos.
Agnóstico, G. Prada se niega a ensalzar la muerte, porque se desconoce su sentido. Juzga incongruente tomar como normas de conducta teorías sin fundamento científico, que el hombre elabora para compensar su ignorancia y lo absurdo de la vida (Dios, alma, metempsicosis, justicia inmanente...):
“¿Existe algo más allá del sepulcro? [...] Nada sabemos: céntuple [sic] muralla de granito separa la vida de la muerte, y hace siglos de siglos que los hombres queremos perforar el muro con la punta de un alfiler. [...] Filosofía y Religión declaman y anatematizan; pero declamaciones y anatemas nada prueban. ¿Dónde los hechos? Entonces ¿qué esperanza debemos alimentar al hundirnos en ese abismo que hacía temblar a Turenne y horripilarse a Pascal? Ninguna, para no resultar engañados, o gozar con la sorpresa si hay algo. [...] ¿A quién acogernos? A nadie.”
El ensayista no descarta totalmente la idea de que la ciencia logre algún día dilucidar el misterio, pero, de momento, el sabio debe atenerse al escepticismo y recusar cualquier dogmatismo, fuese religioso o materialista. G. Prada denuncia el antropomorfismo que consiste en aplicar a la naturaleza principios morales o en sobrevalorar la importancia del hombre. Sin embargo, mostrándose animista, incurre en el mismo error al extender a todos los seres vivos e incluso a los inanimados el dolor que experimenta el hombre, o sea, el producto de la conciencia. El sufrimiento es, para él, lo único tangible y su gran sensibilidad le lleva a compadecerse de todo el universo, caracterizado por una ley única y trágica: la muerte engendra la vida y viceversa: “[...] en el drama de la existencia todos los individuos representamos el doble papel de verdugos y víctimas. Vivir significa matar a otros; crecer, asimilarse el cadáver de muchos. Somos un cementerio ambulante donde miríadas de seres se entierran para darnos vida con su muerte.” El autor llega hasta explicar la maldad del hombre como una reacción de rebeldía contra su miserable condición. Resulta evidente que le cuesta dominar un hastío de la vida próximo a la desesperanza:
“¿Hay algo más desolado que nuestra suerte?, ¿más lúgubre que nuestra esclavitud? [...] ¿Por qué no somos dueños ni de nosotros mismos? Cuando la cabeza gravita sobre nuestros hombros con el peso de una montaña, [...] cuando el último átomo de nuestro ser experimenta el odio y la náusea de la existencia, [...] ¿por qué no tenemos poder de anonadarnos con un acto de la voluntad?”
El determinismo y el darvinismo influyen claramente en su pensamiento, que entra en colisión con una exacerbada sensibilidad. Si no conociéramos el contexto de duelos múltiples en que fueron escritos ambos textos, podríamos pensar que el dar de la vida una imagen tan negativa y tan reductora es sólo un artificio retórico para que la muerte parezca menos temible.
Parece que la execración de la vida le proporciona a G. Prada la fuerza de afrontar la muerte. Exhorta al hombre a superar el miedo y morir valerosamente, “como águila que atraviesa un nubarrón cargado de tormentas”, sin arrepentirse de nada y con el deseo de vivir la última experiencia cognitiva. Al dominar su muerte, el hombre se hace plenamente dueño de su vida:
“Pero ¿a qué amilanarse? Venga lo que viniere. [...] Cuando la muerte se aproxima [
sic], salgamos a su encuentro, y muramos de pie como el Emperador romano. Fijemos los ojos en el misterio, aunque veamos espectros amenazantes y furiosos; extendamos las manos hacia lo Desconocido, aunque sintamos la punta de mil puñales. [...] es indigno de un hombre morir demandando el último puesto en el banquete de la Eternidad, como el mendigo pide una migaja de pan a las puertas del señor feudal que siempre le vapuleó sin misericordia. Vale más aceptar la responsabilidad de sus acciones y lanzarse a lo Desconocido, como sin papeles ni bandera el pirata se arroja a las inmensidades del mar.”
Al final, el autor vence el pesimismo y, como si sacara esperanza del mismo pozo de la desesperación, termina con un mensaje alentador, que anuncia el existencialismo:
“Mas ¿qué determinación seguir en la guerra de todos contra uno y de uno contra todos? Si con la muerte no queda más refugio que el sometimiento mudo, porque toda rebelión es inútil y ridícula, con la vida nos toca la acción y la lucha. La acción aturde, embriaga y cura el mal de vivir; la lucha centuplica las fuerzas, enorgullece y da el dominio de la Tierra. No vegetemos ocupados únicamente en abrir nuestra fosa ni nos petrifiquemos en la inacción [...]”
Su filosofía evolucionista, que integra una idea de progreso continuo, le permite superar el individualismo estéril. A la ciega lucha por la existencia, el intelectual peruano opone una acción voluntarista, basada en la solidaridad de la especie humana. Desde esta perspectiva materialista, el hombre se convierte en instrumento consciente del avance colectivo y da sentido al absurdo ciclo de la vida y la muerte individual:
“Poco, nada vale un hombre; pero ¿sabemos el destino de la Humanidad? ¿Sabemos si está cerrado el ciclo de nuestra evolución? ¿Sabemos si nuestra especie dará origen a una especie superior? [...]: lo que fuimos, lo que somos, nos lo debemos a nosotros mismos. Lo que podamos ser nos lo deberemos también. Para marchar, no necesitamos ver arriba, sino adelante. Sobradas horas poblamos el Firmamento con los fantasmas de nuestra imaginación y dimos cuerpo a las alucinaciones forjadas por el miedo y la esperanza; llega el tiempo de arrojar la venda de nuestros ojos y ver el Universo en toda su hermosa pero también en toda su implacable realidad. No pedimos la existencia; pero con el hecho de vivir, aceptamos la vida. Aceptémosla, pues, sin monopolizarla ni quererla eternizar en nuestro beneficio exclusivo; nosotros reímos y nos amamos sobre la tumba de nuestros padres; nuestros hijos reirán y se amarán sobre la nuestra.”
En los dos textos estudiados, G. Prada relaciona el terror ante la muerte con el individualismo de la conciencia, mientras la familiaridad con la muerte, y su consiguiente desdramatización, implican una confianza en el destino colectivo.
Llevada a su lógica más extrema, esta apuesta por la vida al servicio de la humanidad desemboca en una exaltación de la muerte. La filosofía de la acción propugnada por G. Prada, que no admite la resignación en la vida, considera legítimo el uso de la violencia cuando el orden imperante es injusto. En un ensayo de 1888, ya afirmaba: “Los despojos sociales nacieron de la violencia, se fundan en la violencia más o menos solapada, y combatirles violentamente es ejercer el derecho de contestar a la fuerza con la fuerza.” Y añadió en una revisión posterior del texto: “Nadie se halla en la obligación de sufrir para que otros gocen, de ayunar para que otros coman, de morir para que otros vivan.” En vez de dejarse victimar, una clase oprimida debe imponer su derecho a una vida digna, aunque para ello tenga que derramar sangre. El polemista considera la rebeldía, a nivel individual, y la revolución, a nivel colectivo, como los principales factores del progreso de la humanidad. Equiparando la historia humana a la historia natural, adopta una visión cataclísmica de la evolución. Deduce de la idea según la cual la vida se nutre de la muerte, que las sociedades avanzan mediante sacudidas mortíferas. Escribe así, en 1889, a propósito del general Napoleón Bonaparte: “Él divinizó la fuerza y, como nuevo Mesías de una era nueva, regeneró a las naciones con un bautismo de sangre. [...] Con sus invencibles legiones se precipitaba sobre la Tierra, unas veces devastando como un ciclón, otras fertilizando como una creciente del Nilo.” G. Prada concibe la Revolución francesa como una explosión de energía vital en un determinismo mecanicista de lo social:
“Hay que aceptarla como aceptamos un fenómeno atmosférico, sin contar los desastres, aprovechando los beneficios. [...] Hubo entonces crímenes y horrores; pero, ¿cuándo las naciones combatieron el mal con sólo el bien, se libertaron de la esclavitud con sólo la persuasión o entraron en pleno ejercicio de sus derechos con sólo amigables convenios? [...] ¿Cuándo la Humanidad ejecutó algo bueno sin lágrimas ni sangre? ¿Cuándo lo ejecuta la Naturaleza? Las lentas evoluciones del Universo ¿cuestan menos sacrificios que las violentas revoluciones de las sociedades? Cada época en la existencia de la Tierra se marca por una carnicería universal, todas las capas geológicas encierran cementerios de mil y mil especies desaparecidas. Si culpamos a la Revolución francesa porque avanzó pisando escombros y cadáveres, acusemos también a la Naturaleza porque marcha eternamente sobre las lágrimas del hombre, sobre las ruinas de los mundos, sobre la tumba de todos los seres.”
Sin embargo, no hay que confundir a G. Prada con un fanático sanguinario. Sólo se muestra realista, advirtiendo el coste elevado en vidas humanas de cualquier transformación radical, pero su ideal revolucionario es minimalista en cuanto al número de víctimas. Unos veinticinco años más tarde (tras la sangrienta represión rusa de enero de 1905), justifica el atentado terrorista individual en el periódico obrero Los Parias, afirmando:
“La bondad de una revolución estribaría en sacrificar el menor número de hombres, escogiendo los más culpables y más elevados [...]. Si gracias a la perfección del armamento se dificulta la acción popular, merced al formidable poder de las substancias explosivas se centuplica el radio de la acción individual: un solo hombre consuma la obra que no puede realizar una muchedumbre.”
En el asesinato político como forma de ahorrar vidas y sufrimientos, la muerte, tanto la del tirano como la del justiciero, se vuelve salvadora. El sacrificio voluntario y altruista del rebelde se sustituye transitoriamente a la acción colectiva, la precede y la anuncia, mostrando el rumbo al pueblo. Aunque G. Prada celebra la muerte socialmente benéfica, no sucumbe a sirenas nihilistas: “Cierto, la sangre nos horroriza; pero si ha de verterse alguna, que se vierta la del malvado. [...] Herir al culpable, solamente a él, sin sacrificar inocentes, realizaría el ideal de la propaganda por el hecho.” Se sitúa en una tradición del tiranicidio que se remonta a la Antigüedad y pasa por Juan de Mariana hasta llegar al anarquismo decimonónico. Su pensamiento se caracteriza por una mística del sacrificio con apoteosis del mártir, de origen cristiano pero radicalmente laicizada y reinterpretada en sentido evolucionista, como lo muestra esta última cita:
“Mas apruébese o repruébese el acto violento, no se dejará de reconocer generosidad y heroísmo en los propagandistas por el hecho, en los vengadores que ofrendan su vida para castigar ultrajes y daños no sufridos por ellos. [...] Hieren sin odio personal hacia la víctima, por sólo el amor a la justicia, con la seguridad de morir en el patíbulo. Acaso yerran; y ¿qué importa? El mérito del sacrificio no estriba en la verdad de la convicción. Los que de buena fe siguieron un error, sacrificándose por la mentira de la patria o por la mentira de la religión, forman hoy la pléyade gloriosa de los héroes y los santos. Los grandes vengadores de hoy, ¿no serán los cristos de mañana?”
Se puede observar como, en el centro de la problemática de la muerte y la vida, emerge otro concepto clave, el de la violencia, que permite al subversivo ensayista volver la mística del sacrificio contra el poder religioso y político que la promovió. Los más rebeldes, y no los más sufridos, son los nuevos santos laicos que anuncia G. Prada para una humanidad sin Dios en busca de justicia terrenal.

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