II
Miremos en derredor nuestro. El material humano con que nos toca trabajar a nosotros es el que nos ofrece el pueblo argentino, y no el inglés, el chino, el francés o el ruso.
Bien está que nuestro espíritu sea universalista porque cosmopolita es nuestra población y universales son los elementos de nuestra cultura. Pero nuestros problemas sociales, los problemas tangibles, concretos, inmediatos de nuestra vida nacional reclaman tipos de versación técnica (economistas, agraristas, industrialistas, educacionistas, etc., etc.) que sepan plantearlos y resolverlos, aquí entre nosotros, en esta hora y en este lugar.
Ni nuestros hombres de gobierno tienen esa idoneidad para asumir la dirección de los negocios públicos, ni tampoco los opositores del campo apolítico revolucionario.
Del mismo modo que no tenemos políticos ni estadistas, sino politiqueros y diletantes al frente del Estado, tampoco tenemos sociólogos, tipos de investigadores con cierta información técnica entre los dirigentes del proletariado. Y tan improvisadores resultan al final de cuentas los que desgobiernan la nación como los que critican u censuran la ineptitud de nuestros mandatarios.
¿Qué hacer?
III
` No hay, en mi concepto, sino un medio de orientar nuestra inteligencia en el maremágnum de las actividades sociales: trabajar; lanzarse a la acción; tomar partido por cuanto noble esfuerzo de bien público nos solicite, sin pusilanimidades morales ni puritanismos de secta.
No hay escuela más educativa para el hombre que la acción social. Es del comercio intelectual directo con nuestros semejantes (mucho más que de los libros) de donde recibe nuestra inteligencia su savia nutricia junto con la luz de las ideas creadoras. La letra de imprenta agranda el de la imaginación pero falsea el de la realidad. Sólo el tracto directo con los individuos nos enseña a distinguir al hombre del hombre. Esto es, a rectificar la opinión favorable o adversa que a la distancia nos habíamos formado de ellos.
Y bien: en este país, que es el escenario en que nos toca desempeñar nuestro rol de "animal político", abunda la gente inteligente, pensadora y culta que no toma participación dinámica en las actividades de la vida civil. Son indiferentes (sin ser retrógrados) respecto de las cuestiones sociales u por mal fundados motivos de ética personal, ateos en política.
Pero si la gente honrada se queda en su casa-- decía el genial Sarmiento--, los pícaros se van derecho a la Casa Rosada.
Y a esta abdicación del carácter cívico entre los "moralistas" que no reparan en lo paradojal de su conducta, puesto que la tolerancia del mal es la forma pasiva de la inmoralidad, se debe que este país, lleno de hombres inteligentes, capaces e idealistas, esté gobernado por hombres pretéritos de mentalidad espesa que nunca supieron conciliar sus efímeros y subalternos intereses de clase con los permanentes intereses generales de la nación.
El divorcio moral e intelectual entre el pueblo argentino y sus mandarines, nunca fue tan absoluto como en esta hora de profundo descrédito para los políticos profesionales de todos los sectores.
Es un hundimiento semejante al del "Mafalda" el que estamos presenciando en la vieja política utilitaria que toca a su fin en la patria del agrarista Rivadavia, del estadista Alberdi y del civilizador Sarmiento. Los par-
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